miércoles, 9 de noviembre de 2011

Parte XI Cuidados




PARTE XI

Cuidados





“Peligro zona urbana”…

Cartel comunal de tamaño entre mediano y pequeño ubicado unas cuadras antes del ingreso
a Achiras, Sur de la Provincia de Córdoba.

(Circa 2000 D.C.)








En nuestro idioma, el vocablo “cuidado” se emplea en relación a: 1) la solicitud para hacer algo; 2) como acción de asistir, guardar, conservar; y 3) para indicar recelo, preocupación o temor. Lo usaré en todas sus acepciones…


Dantesco, dijo mi amigo, mientras cenábamos en un pub irlandés de Belgrano R. Vive en Buenos Aires y su hermano en Madrid. Lo visita periódicamente y una vez le propuso llegarse a la tumba de sus padres. Fueron al cementerio. El nicho estaba vacío. El sepulturero les explicó que como hacía varios meses que no se pagaba, sacaron las urnas. Preguntaron a dónde las llevaban y contestó que a un depósito. Debían hablar con el encargado de ese lugar. Ya en la oficina correspondiente, un diligente empleado recurrió a un registro y pidió permiso para ausentarse unos minutos. Cuando regresó, les comentó que probablemente se hubiera cometido un error porque buscó en el lugar que indicaba el libro, y no pudo encontrar las urnas. Propuso entonces que fueran juntos al depósito a intentar ubicarlas. Como mi amigo se había encargado en su momento de los correspondientes ritos, podía reconocer las urnas por su aspecto. Siguiendo al empleado, se internaron en un sótano a través de una escalera muy empinada y estrecha que casi en el fondo torcía a la derecha. Una vez en el piso, la poco iluminada pero espaciosa habitación les ofreció un espectáculo efectivamente dantesco. En el centro de la misma se levantaba una pirámide de buena altura y amplia base. Estaba compuesta por todo tipo de huesos humanos. El empleado les contó que eran los restos encontrados de excavaciones practicadas para recuperar tumbas, y que, al no haber un lugar mejor, se llevaban allí. Señalando hacia las paredes, los invitó a revisar las hileras de urnas apiladas en estantes y las dispersas por los rincones. El resultado de la búsqueda resultó parcialmente exitoso. Apareció la urna que contenía las cenizas de la madre. Como la cosa se tornaba cada vez más densa, ante una consulta del empleado acerca de una urna que trajo en la mano, mi amigo, consciente de que no se trataba de la requerida, contestó que efectivamente era esa. Se lo ocultó al hermano para no prolongar el mal momento. Ascendieron por la angosta escalera y le agradecieron al empleado por su deferencia…


Él tenía 82, algún que otro by pass, un Alzheimer adolescente y mucha bronca porque no cogía desde hacía mucho tiempo. Ella 75 y, revolviendo un cajón encontró un frasquito con pastillitas azules. Le preguntó qué era eso. Él le contestó que su amigo se las había dado. Ella le dijo “mirá, coger, no sé si vas a coger, pero que le vas a ver la cara a Dios, seguro”…


La madre de una amiga estaba al borde de la muerte. Anciana ya, había resistido durante mucho tiempo con dolencias de todo tipo. Causando el compresible dolor a las familiares más próximas. Ante la inminencia de su muerte, mi amiga decidió preparar –acatando la voluntad de la madre–, la cremación. Eran propietarias de un nicho en un cementerio de una ciudad grande de provincia. El padre, fallecido más de cincuenta años atrás, estaba ubicado en ella. Se dirigió a la oficina y trató con la empleada. Recuerda que era excesivamente baja y excesivamente gorda. “Abrir el cajón, doscientos pesos… cerrar el cajón, doscientos pesos… cremar, doscientos pesos”. “Bien”, respondió mi amiga. La jefa llamó a unos sepultureros y les explicó la tarea. Eran tres. Uno de ellos, un poco tímidamente, dijo que le parecía un poco caro. “Calláte, vos, que estabas en el grupo de Coco”. Deseosa de terminar cuanto antes, apuró el trámite y, junto a los sepultureros, se encaminó hacia la tumba. Cuando abrieron el cajón ella se mantuvo a una prudente distancia. Un segundo sepulturero, hasta entonces silencioso, la llamó. Frente a su negativa, el hombre insistió “venga señora, que sin usted no podemos continuar”. Cuando, con evidente disgusto, llegó al borde del cajón, descubrió que el cadáver estaba intacto. El tercer sepulturero le dijo “probablemente su padre tomaba algún medicamento que lo preservó en este estado”. Visiblemente impresionada preguntó que se hacía. “Bueno, ahora la cosa se complica porque no esperábamos esto, vamos a tener que utilizar serrucho y martillo… es otro precio”. La madre murió al día siguiente de la finalización del trámite, que costó finalmente unos mil ochocientos pesos. Mi amiga habló en el entierro. Recordó la lealtad de su madre hacia ella y agradeció que no la delatara pese a que los Terroristas de Estado la habían torturado en el campo de concentración. Continuó exaltando la estatura moral de la muerta y expresó, como pudo, su desesperación ante el desenlace, que no por esperado, era menos terrible. Los tres sepultureros, presentes en el acto, se emocionaron tanto que se largaron a llorar. Cuando finalizaron las palabras de mi amiga, se acercaron, la abrazaron y la besaron…


Como dijo Schiller[1] “¡Honrad a las mujeres!. Ellas siembran de rosas el camino de nuestra vida, forman los lazos afortunados del amor y, bajo el púdico velo de sus gracias, riegan con mano sagrada la flor inmortal de los nobles sentimientos”…


Le decían Ropita por lo desarrapado. Vivía en pedo barato gracias a algunas changas. El invierno en las sierras es bien duro. Las Altas Cumbres estaban coronadas de blanco y, cosa no muy común, había nieve también en el pueblo. Los guasos se juntaban en un almacén para resistir. Ropita, de tan chupado, cayó dormido, y los amigos se miraron pícaros. Lo levantaron y lo llevaron afuera. Lo ataron con yuyos y lo dejaron. A la mañana, había muerto de frío. Al parecer, por su semblante, no despertó en ningún momento…


Resulta frecuente confundir dureza con fortaleza. Más que nada de jóvenes, creemos que la mejor defensa existencial se basa en la dureza. Con el tiempo, aprendemos que lo que se debe cultivar es la fortaleza…


Parece que hizo la colimba en la comisaría de Retiro. Atrás había un patio espacioso, donde yacía un cadáver de un hombre atropellado por el tren. El torso estaba intacto, pero uno de los brazos, desprendido, estaba al costado, en la lona. A la izquierda estaban construyendo lo que es actualmente el Edificio Cóndor de la fuerza Aérea y la obra estaba bien avanzada. En la ventana de un piso no muy alto unos obreros miraban como estaba acomodando al muerto. Los vio y los saludó con la mano en alto. Ellos contestaron. A continuación, tomó el brazo suelto del muerto y repitió el saludo. Los muchachos se metieron para adentro…


Para esa época todavía había yuyales detrás de la Estación Central del entonces Ferrocarril General San Martín. Uno de los compañeros de colimba en la Federal (a los que llamaban “coreanos”) descargaba su sadismo pegando con su bastón de goma a los linyeras que se ocultaban en los pajonales, bastante altos por cierto. Una mañana de invierno llamaron a la comisaría denunciando un olor pestilente en una zona alejada al interior del inmenso baldío que se extendía frente a las terminales ferroviarias. Les tocó ir a investigar. Se guiaban por la intensidad del hedor. Cuando llegaron, vieron, medio tapado por ramas secas, un cadáver en estado de completa descomposición. El olor era tan nauseabundo, intenso y ácido que quemaba. Sofocante, insoportable. Aún después de estar bien lejos, se lo llevaba pegado a la nariz. Al menos para él, a partir de allí el olor de la carne humana podrida se tornó inolvidable. Vinieron los bomberos con equipo especial para retirar a ese linyera que había muerto tiempo atrás. No importaba cuanto. Un suboficial con experiencia comentó que se emborrachaban con alcohol etílico, se dormían y, como no sentían el frío, seguían de largo…
No soy partidario de la crueldad innecesaria. Es cierto que a veces dañar es inevitable. Hay situaciones que lo requieren, aunque eso no impida quedar afectado. Sin embargo, hay que cuidarse de ejercerla sin una razón muy justificada…


Se suicidaron juntos. Su amigo tocó el portero eléctrico a altas horas de la noche. Bajó a abrirle. “¿Qué pasa? “Nuestro amigo se suicidó…con su mujer”. “Pasá”. “No puedo, estoy avisando a los gomías”. El suceso les partió la cabeza a todos y anduvo rondando por allí durante mucho tiempo. Parece que él, pese a estar enpastillado, vaciló a último momento. Ella le pegó el tiro de gracia y después se metió el bufoso en la sien y disparó. Estaba Fulano, un conocido. Policía, Fulano espantado, drama. Como tenían previsto viajar, sobre la mesa había 20.000 dólares. Nunca se supo quién se los había llevado. Repensando el suceso, lo que más lo impresionaba por lo perverso era que hubiera estado Fulano de testigo. Pero se planteó la eventualidad de que Fulano hubiera pasado por casualidad de visita y había quedado pegado. Desde luego que para quienes tienen decidido matarse el hecho de que haya alguien más presente carece totalmente de entidad…


El padre de la esposa de un amigo se bajó a comprobar si la goma del auto estaba pinchada. Pasó otro auto y se lo llevó puesto. En el velorio, el cura entró, se acercó y les dijo a los deudos “Orden y Progreso”…


La epopeya de mi amigo y su polola tornó tragedia. Cuando llegaron a Buenos Aires, ella estaba embarazada. Se hicieron los preparativos para la boda, comunicando como es debido al padre de la niña (separado de la madre, con ninguno de ellos se veía). El alemán tenía una pequeña empresa que permitía costear casa de fin de semana en Cajón del Maipo y veranear en Viña. Como el atribulado padre tenía problemas impositivos y los chilenos son en eso (y otras cosas), muy estrictos, no podía salir del país. Mandó un amigo en su representación. La entonces feliz pareja se instaló en la casa paterna bonaerense. Vino el bebé. La cosa se complicó porque ella no se adaptaba. Él convino en que lo mejor era mudarse a Santiago. Allí continuó sus estudios de Sociología en el Politécnico y se convirtió al maoísmo. Un día, la esposa se piantó. La vio por única vez la hermana de mi amigo en un boliche…


Cuando me resulta posible, especialmente en verano, camino desde o hacia la pega. Vivo en Bartolomé Mitre al 2000 y trabajo en Plaza de Mayo. El trayecto, aparte de amable, cuenta con varios lugares de interés: el Café de Los Angelitos; el Congreso de la Nación; la Casa de las Madres de la Plaza; el Palacio Barolo; unos cuantos restaurantes de especialidades españoles (entre ellos uno al que en un tiempo los gitanos del barrio compartían Cantejondo); el Teatro lírico Avenida; los “36 billares”; el Café Tortoni y la Confitería London City (donde está la mesa en que Cortázar escribió Los Premios). Como guardo un afectuoso recuerdo de las muchas veces en que, estando de viaje –principalmente por América Latina– tuve la suerte de ser ayudado por desconocidos, trato de retribuir esos gestos tendiendo la mano a quienes nos visitan procedentes de otros países. En ocasiones, me preguntan a mí (las menos), pero es más habitual que sea yo el que los aborda. Me dirijo ellos en inglés o portugués y les recomiendo algunos de los sitios mencionados. Con espíritu similar, cuando me paro a ver exhibiciones de Tango por la calle Florida, suelo traducir a algunos turistas, que por lo general pierden la parte sustancial de la poética oral tanguera o explico particularidades como de la pareja de hombres bailando…


Viajábamos Chile hacia el Sur, a dedo. Mochila con bolsa de dormir. Ojos y ánimo sedientos. La geografía, en este caso, es generosa aliada. Uno puede llegar a cualquier parte del país desviándose relativamente pocos kilómetros de la carretera vertebral hacia el Este o el Oeste. Hacíamos moche en Universidades, colegios u otros edificios públicos y recuerdo que llegamos a alojarnos en el Cuartel de Bomberos de Valdivia. Llegamos a Chillán a media mañana buscando el Tattersall[2] del lugar, donde deberíamos presentarnos de parte de unos chicos que conocimos en Santiago. Recuerdo que hacía calor. Entramos a un almacén y preguntamos al dueño por la dirección. El almacenero nos preguntó para qué y le contamos la recomendación. “En Chillán no existe ningún Tattersall, pero no se preocupen porque pueden dormir en la cabaña con mis hijos. Los muchachos tenían edades similares a las nuestras y la pasamos estupendamente…


De acuerdo a la información contenida en el Site del Palacio Barolo, Luis Barolo, poderoso productor agropecuario, llegó a la Argentina en 1890. En 1910 conoció al Arq. Mario Palanti (1885-1979), a quien contrató para realizar el proyecto del edificio que lleva su nombre. Decidido a exaltar la memoria de Dante Alighieri, quiso construir un edificio inspirado en “La Divina Comedia”. El Arq. Palanti también era también un estudioso de esa obra, y llenó el palacio con referencias a ella. La planta del edificio está construida en base a la sección áurea y al número de oro. La división general del palacio y de la Divina Comedia es en tres partes: infierno, purgatorio y cielo. Las nueve bóvedas de acceso representan los nueve pasos de iniciación y las nueve jerarquías infernales; el faro representaba los nueve coros angelicales. La altura del edificio es de 100 metros y 100 son los cantos de la obra de Dante; tiene 22 pisos, tantos como estrofas los versos de la Divina Comedia. Entre las tres partes mencionadas, que cita Borges en su obra “Nueve ensayos dantescos”, se cumple la relación pitagórica que determina el número Pi(3,14). La construcción finalizó en 1923. Cierta mañana caminaba hacia mi trabajo aprovechando la fresca. Al llegar a la Plaza de los Dos Congresos se acercaba desde Sáenz Peña un hombre que debería tener mi edad. Vestía bermudas, calzaba sandalias y portaba, al parecer, una sofisticada cámara, con su correspondiente trípode. Me dirigí a él y le pregunté “Do you know Palacio Barolo?… It´s a wonderfull building inspired in Dante´s “Divine Comedy”. Me contestó “Yes, I have been there several times. It is marvellous”. Agregando “Do you know that there is a twin building, the Salvo Palace, in Montevideo, bilt by the same architect and ended in 1928?” “No”. It is beautifull as well, but I think that… sus frontispicios…how could I translate it?…perhaps frontispiece”[3]“Ah”, dije yo “frontispiece”, a lo que acotó ¿Por qué estamos hablando en inglés?. Nos cagamos los dos de risa…


Me dirigía hacia el norte en mi Ami 8 por la avenida Libertador. Al cruzar la General Paz hacia provincia, una adolescente hacía dedo. Era temprano y la mañana estaba fría. Delgada, fina, de estatura mediana y facciones armoniosas, más que linda pintaba interesante. Le comenté que llegaba al Tigre. “Perfecto”. Sentada a mi lado, me parece que se acurrucó. Levantó el cuello de su blazer de lana espigado, de hombre. Comenzamos a hablar de banalidades. Me abstuve de preguntar de donde venía porque se me ocurrió descortés. Parecía cansada, de lo que deduje una noche mala o sin dormir. La atención al camino me impedía mirarla detenidamente. La charla se tornó amable. Casi por casualidad, derivó hacia las edades de cada uno. A mi turno y a modo de ejemplo, le comenté que en mi época joven todavía no se habían inventado los anticonceptivos. Noté que se estremecía. Estábamos llegando a Punta chica y bajó del auto con un “Gracias”…


Mi nietita mayor estaba alicaída e inapetente. La empleada le diagnosticó Pata de Cabra y nos recomendó una sanadora de la zona Sur del Gran Buenos Aires. Como pese a que los padres la habían llevado al pediatra, las indicaciones de éste no mostraban resultado alguno, un poco en secreto, un poco autorizados, la llevamos a esa mujer. Mientras yo esperaba en el auto, mi esposa entró a la humilde casa con la chiquita, entonces de unos tres años de edad. Me contó que la señora invocó a Dios con unos rezos del ritual católico, le hizo a nuestra nieta la señal de la cruz en el cuerpito y le entregó a mi mujer un preparado. A los pocos días, la nena había sanado completamente…


Estaba en la playa conversando con unos conocidos. Se sumó al grupo un cordobés. En ese momento estábamos hablando de curanderos y cada uno tenía alguna anécdota que aportar. Frente a una pregunta mía, el recién llegado me aclaró que la afección con nombre de animal que yo no atinaba a recordar era Pata de Cabra. Tal como yo sabía, dijo que en muchos casos los propios médicos aconsejaban acudir al curandero para resolver esos casos. El cordobés contó entonces que, en una oportunidad su hijo pequeño contrajo esa enfermedad. Presentaba vómitos, estremecimientos y desgano generalizado. Conocedor del paño, preguntó donde había una curandera y cómo podía llegar a ella. Anoticiado de, llevó al niño, que había cumplido siete años en esos días. Al verlo, la sanadora preguntó al padre “¿Se guasta para atrás?[4] Al recibir respuesta positiva confirmó el diagnóstico y le prescribió un preparado que resultó perfectamente efectivo…


Mi esposa padecía de un cáncer agudo de mama, terminal. Mi suegra, desesperada como todos, averiguó por medio de una amiga la dirección de un sanador. Me preguntó si me animaba a ir. Le dije que por supuesto. Quedaba en Rincón de Milberg (Partido de Tigre, creo) y había que hacer cola en el auto toda la noche. A las siete repartían los números. El sanador me atendió a eso de las doce, pues a media mañana se había retirado a descansar. Me senté y me pidió la foto de Ella (la más reciente era de formato carnet). La tomó, se concentró y entró en trance. A la vez, dibujaba unos garabatos en un papel. Cuando miré, eran un par de senos trazados de apuro. Me dijo que era cáncer de mama y que le haría una operación astral. Pasé a un local al frente y retiré unos yuyos, con los que mi esposa debía hacer té y beber diariamente varias veces. Para estar en contacto con el sanador. Lo hizo, pero su estado empeoraba y tenía metástasis en la columna vertebral. Regresé al sanador, se repitió el ritual, pero esta vez dibujó unas vértebras lumbares, exactamente las que en ese momento presentaban las metástasis. Me dijo, señalando por su nombre los huesos afectados “Ahora no hay nada que hacer, debió haber venido antes”…


Trabajaba de visitador médico y su madre, enferma, estaba internada en el Hospital Ramos Mejía. La primera vez que la visitó, se encontró con que el médico que la atendía había sido compañero suyo en los dos primeros años de Medicina en la UBA. Luego de los saludos le mintió que se recibió en Córdoba, donde se había mudado por razones de familia. El médico lo presentó a todos como el colega Fulano. En una de sus visitas diarias, decidió que la madre estaba mal medicada y llamó a la enfermera. Cuando ordenó el cambio de medicamentos, la enfermera opuso cierto reparo, pero, ante su firme insistencia, accedió. La madre murió esa noche. Al descubrirse que la causa del deceso había sido medicamentosa y que el que había dispuesto los cambios era el propio hijo, se armó menudo quilombo. El irresponsable reconoció su fabulación y su fatal error, pero como el verdadero médico y la enfermera estaban pegados, el informe registró falla cardíaca…


Terminábamos de almorzar en un bodegón de la zona de Chacarita y mi amigo comentó que pasaría a visitar a un amigo, que estaba en un geriátrico cercano. Como para interesarme, eligió dos tópicos de diferente dimensión. El primero, que desde ya, tenía más peso, giraba alrededor de la personalidad de su amigo. El segundo, menos relevante, hacía mención a las características edilicias y de confort del geriátrico. Como tenía tiempo de sobra, lo acompañé. Yo sabía que su suegro había fallecido en ese lugar un tiempito atrás. El edificio tendría fácilmente unos 50 metros de frente y tres pisos, con un estilo adusto. Después de trasponer un portón alto, seguramente blindado, pasamos a la recepción. Por la familiaridad con que mi amigo saludó y fue saludado por el personal comprobé que había pasado muchas horas durante mucho tiempo en ese lugar. Pasamos a un enorme espacio, que me recordó a las salas de la cubierta interior de los transatlánticos de la Línea “C”, con mesas esparcidas holgadamente en el que podían verse, ya solos, ya acompañados, ancianos con distinto grado de deterioro. En un costado había un pequeño bar, austero, pero con varias banquetas en la barra. La pequeña fortuna que se pagaba por mes estaba justificada. El amigo de mi amigo jugaba ajedrez con una viejita. Al vernos, guardó las piezas del juego y nos propuso pasar a otra mesa. Entre los escasos datos que me había confiado mi amigo sobre su amigo, estaba el de su pasado de “lapicero”[5]. Me presentó como un amigo comisario. Después de los reproches y justificaciones de rigor, mi amigo se dirigió a la barra, y saludando a la empleada por su nombre, pidió tres cafés y se quedó parlando. Mientras hacía esto, su amigo me preguntó, como para sondearme “¿nuestro amigo, le consiguió algún trabajo más a su mujer?”. Le respondí, compinche, “en eso anda”. Cuando nuestro-amigo-mi-amigo se sentó ya llevábamos varios minutos charlando. En realidad, hablaba él y yo escuchaba. Lo que decía era en extremo interesante. Tan es así, que le pedí permiso para tomar notas para un libro que estaba escribiendo. Lamenté haber perdido los primeros pasajes de la conversación pero lo que rescaté es, para mí, igualmente valioso. Como dato de contexto, mencionaré que, en el corto rato que compartimos, citó a Epicuro, Sartre, Freud, Fromm y Borges atinadamente. Sin duda, disfrutaba ante todo, de hablar de sí mismo. “Siempre preferí el peligro, el peligro conlleva el exceso, y el exceso permite encontrar la medida”. Mi amigo no dejaba de recordarle anécdotas curiosas, como la que escandalizó a la pequeña comunidad, cuando le dijo a una señora que estaba en una silla de ruedas porque le faltaban las dos piernas “Fulana, hoy viene el pedicuro” y ella lo mandó a la puta que lo parió. A medida que circulaba gente por los costados de la mesa, el anfitrión emitía su juicio “es prolija, no tiene vocación de vida”, o, “el otro día le dije a la doctorcita tal, macanuda, que va para allá, que para tener una profesión era preciso ejercer la dedicación, pero que para alcanzar la sabiduría se requería conocimiento”. Como permitía adivinar su historia, se notaba que era gran conocedor de la noche. Mi amigo me dijo que, en su mejor época, tenía mesa propia en el Casino Flotante. De tanto en tanto le preguntaba a mi amigo cuando volvería. “El doctor B. me trajo de regalo cinco libros. Su mujer trabaja en una editorial. Pulenta, La Condición Humana, de Malraux y todo. Ya la leí, pero acá, qué otra cosa puedo hacer”. “El doctor B. me dio otra alegría, me preguntó si sabía que diferencia había entre los demás “internos”[6] y yo. “No”. “Ellos son condenados, vos tenés un castigo leve”. Si un tema obligado son las mujeres, otro es el tango. Mi amigo le preguntó por una señora que lo cantaba en la noche para la pequeña comunidad., “No tiene mala voz, pero canta tangos que no son para mujer. Por ejemplo, Mi noche Triste (…percanta que me amuraste, en lo mejor de mi vida…), ese no es un tango para ser cantado por una mujer”. Le preguntó otra vez ¿Cuándo vas a volver a visitarme? Mi amigo, que me había pedido que después de un buen rato señalara mi reloj recordando una determinada cita, le preguntó por “óbolo”. “Bueno, anda medio restringido porque la hermana le retiró gran parte de la contribución, pero él, elementalmente, algo cumple”. El tal “óbolo” era un paisano de familia millonaria que le tiraba de cuando en cuando un cincuenta o un cien, según el caso. El amigo de mi amigo, también de la “cole” había sido aceptado gracias a un cupo para pobres que tenía la institución. La alusión a las mujeres, recurrente, otorgaba el imprescindible halo machista a la reunión. Le preguntó otra vez ¿Cuándo vas a volver a visitarme? Dijo, “Creo que fue Moliere el que dijo que los necios son necios porque se juntan sólo con necios”. El ya amigo relató que el Doctor Zutano le había dicho que lo vio conversando un largo rato con su mujer (que está muy buena) y que le contestó “si la dejás hablar mucho conmigo, podés llegar a ser uno más”. Casi al despedirnos, y me parece que nostálgico tiró “fácil es que la mujer se enamore del hombre que admira”. Cuando nos dimos la mano preguntó mi nombre. Mi amigo le dijo que un día de estos pasa y lo lleva a almorzar…


Contó que durante la pubertad había vivido en William Morris, localidad del Gran Buenos Aires habitada por familias más bien modestas. Como en muchos lados, para entonces la mayoría de los barrios contaba con su campito, varios lotes que también eran llamados potreros, seguramente debido a la función que tuvieron allá lejos. El campito era el espacio de usos múltiples; ya el partidito, ya la “fogarata” de San Pedro y San Pablo; ya la galopada en algún matungo encontrado o pedido. También era empleado por el grupo de evangelistas del barrio. Una tarde, estaba el pastor arengando a su rebaño, no muy numeroso por cierto. Él se mantenía un poco apartado, y su presencia era consentida pues era vecino y en esa calidad, potencial oveja. Se acerca una señora con su hijo de unos nueve o diez años y le ruega al pastor que haga algo por el chico, porque no le crecía el pene. El pastor invita a sus fieles a rezar conjuntamente para que le creciera el pene al muchachito. Gustosos, comienzan. A poco de comenzada la letanía, el necesitado de pene más desarrollado comienza a convulsionar. El jefe espiritual lo mira balbucear entrecortado, pero perfectamente audible. “Silencio” ordena, “Dios nos está hablando por su boca”. El balbuceo sube de tono y se le suman movimientos bastante violentos. “Un momento” grita el pastor. “No es Dios el que habla sino el Diablo”, y aclara “vean como tiene los puños cerrados”. Todos contenían la respiración. Entonces el pastor se acerca al chico y prácticamente susurra a su oído “fuera, Satanás, fuera Satanás, fuera Satanás”…


Llegué a la estación de subte Congreso del la línea A algo después de las diez de la mañana rumbo al trabajo. Normalmente, a esa hora la congestión ha disminuido. El tren se retrasaba y me dediqué a observar mi entorno. Un “homeless”[7]increpó duramente al boletero sobre la demora. Me pregunté si sería porque iba a perder el presentismo[8]. Estaba frente al quiosco de diarios. Mi vista recorrió maquinalmente las publicaciones exhibidas y repentinamente se detuvo. El estímulo que provocó esa reacción era una revista.[9]. En uno de sus títulos de tapa se leía “Las fantasías sexuales de las personas con discapacidad”. Como se trata de un mensuario especializado, imaginé que en la redacción habrían discutido acaloradamente para presentar un título, digamos, un tanto fuerte para el gran público. En eso, llamó mi atención un señor situado a menos de un metro. Era bastante mayor, vestido “casual” con ropa de buena calidad, que hablaba de temas cotidianos a otro u otra. Supuse que estaba empleando un celular “manos libres”. Pero no era el caso. Finalmente, el tren se divisó a lo lejos y el señor le comentó a su interlocutor/a “ahí viene el subte. Ya me había dicho que estaba llegando”. Como era de esperar, el tren venía hasta las manos. Entramos a los empujones. El quedó pegado a mí. Desde su estatura gritó “se aprovechan porque son grandotes”. El ganado se movía. El “veteranex” cambió de lugar, y de blanco. Esta vez increpaba a un joven. Sin solución de continuidad, comenzó a carajear a la Presidenta de la Nación en estos términos: “esa degenerada, esa perversa, esa puta que hizo que un hombre se case con otro hombre”…” en este país, un país Cristiano ¡degenerada!, ¡perversa!”. De repente se escuchó claramente ¡Cucú!… ¡Cucú!…¡Cucú!, repetido hasta que bajó en la en la estación siguiente. Creo que era yo…


Aplasté una mosquita que me rompía las pelotas. Y no me importó…


Mis hijos nacieron en los ´70, cuando la ecografía no se empleaba y los obstetras auscultaban la panza con unos embuditos de cuello largo. Estando el embarazo casi a punto, mi esposa dijo a última hora de la tarde que no se sentía bien y fuimos al médico. “Te tenés que internar ya, seis centímetros de dilatación”. Casa, ropa y salir cagando al Italiano. Se habían hecho las diez de la noche. En la habitación contigua a la sala de partos se me acerca el obstetra y me pregunta si voy a presenciar el nacimiento. Le digo que no me interesa. Ansiedad hasta casi medianoche. No por nada. Todo estaba bien. Ansiedad comprensible. Casi a medianoche llega una enfermera y me dice “Lo felicito, son gemelos”. La alegría más grande de mi vida. “Necesito una mudita”, dice la enfermera. Yo pienso ¿para qué carajos necesita una señorita que no hable? Repite “necesito una mudita”. Sigo pensando ¿para qué mierda quiere una personita que no puede hablar? La tercera vez, lo intentó de forma más clara para un padre primerizo “Necesito ropita para el segundo bebé”. “Ah, claro”…


                                                                                                               ¿Continuará?






































[1]. Revista “Pucky Magazine”. Op. Cit. Friedrich Schiller (1759-1805). Prerromántico considerado el dramaturgo alemán más importante de su época. También se destacó como poeta e historiador. Fue amigo de Goethe. Murió de tuberculosis.

[2]. Lugar exclusivo para la venta de caballos de carrera. Toma su nombre del inglés Richard Tattersall (1724-1795), miembro del Jockey Club y amigo de los aristócratas más famosos de su época.

[3]. “¿Conoce el Palacio Barolo?. Es un maravilloso edificio inspirado en “La Divina Comedia” de Dante.” Me contestó “Sí, estuve allí varias veces, es maravilloso”, agregando “¿Sabe que hay un edificio gemelo, el Palacio Salvo, en Montevideo, construído por el mismo arquitecto y finalizado en 1928?. “No”. “Es también muy bello pero pienso que …sus frontispicios… ¿Cómo podría traducirlo?… quizás sea frontispiece…

[4]. Guastar es un término que se aplica a los caballos que se alzan con las patas delanteras al aire y caen al piso. A veces sucede en las cuadreras.

[5]. El que levanta quiniela.

[6]. Así llaman a los presos en la jerga carcelaria.

[7]. Persona que vive en la calle.

[8]. Bonificación que se otorga en muchas empresas privadas a los empleados que llegan puntualmente y no faltan durante el mes.

[9]. “El Cisne”, N° 241 de Septiembre de 2010.
























































          

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