PARTE IX
Distancias
…“Los marinos arrimaron el hombro a la pasarela y la sacaron. Un rollo de soga negra salió volando por los aires y cayó con un plaf en el muelle. Sonó una campana; pitó un silbato. Silenciosamente el muelle en sombras empezó a deslizarse, alejándose, apartándose de ellos. Ahora el agua formó un torbellino entre el barco y el muelle.”…
(“El viaje” Katherine Mansfield.
De Fiesta en el jardín y otros cuentos, 1922)
Arriesgo la hipótesis de que disfrutamos tanto la visita a lugares desconocidos porque en un sitio profundo de nuestra subconsciencia revivimos experiencias de la más temprana infancia, cuando descubrimos de a poco el mundo…
También distancia es el ayer. También la indiferencia…
Acampábamos en la playa Casino de Viña, era Febrero. Habíamos heredado de un sanjuanino que se había vuelto un permiso de la Gobernación Marítima. Cuando nos preguntaban por el sanjua, contestábamos que se había ido a Santiago. Para subsistir hacíamos artesanías baratas que gustaban mucho a las cabritas. El diario “La Sirena de Viña del Mar” nos hizo un reportaje. Salimos en primera plana en una foto enorme con un pié que decía “Jóvenes universitarios argentinos nos visitan”, y abajo, en letra menor “En la foto, haciendo atractivas artesanías”. Sacábamos para la comida y las pololas, casi en secreto, se llevaban nuestra ropa y la traían la planchada. “La Sirena” era nuestra firme defensora, porque otro diario nos atacaba acusándonos de hippies sucios. Pero la cosa era seria porque había una demanda de desalojo en los tribunales. Para comienzos de Marzo (las clases empezaban por entonces y el turismo ya se había ido) el juicio salió en contra nuestro y los carabineros nos notificaron. Levantamos la carpa y nos fuimos a Santiago…
Se conocieron una noche de Febrero en la Avenida Perú, en la costanera de Viña. Ella sería unos 15 años mayor pero estaba buena y era muy fina. Se acariciaron toda la noche en la carpa, en silencio porque el amigo de él y la hija de ella dormían próximos. Lo invitó a su casa de Santiago y lo esperó con vino blanco helado. Él habló toda la noche con la sobrina, afuera. Se hizo el boludo porque se había pescado una gonorrea…
Pertenecía a una familia de suicidas, me contó que llevaba una pistolita en su cartera, y agregó:”es una ventanita que dejo abierta, sabís”…
Vivía en un chalet muy lindo en Providencia. Los recibió con alegría. Buscaba cigarrillos detrás de los sillones, aclarando que eran de su reserva. También que cuando no le cortaban la luz, le cortaban el gas. Todo en medio de sonoras carcajadas. Les contó que la otra hija vivía en España y estaba casada con el hermano de Ella, es decir su tío. Agregó que antes lo ocultaba, pero que un amigo le había dicho que si lo escondía, la gente pensaría que era algo malo…
Cuando les comunicó su intención de llevarse a la polola a Argentina, le dijeron que los disculpara pero que como Ella era menor, no tenían intención de pasar el resto de sus vidas en una cárcel chilena. Él lo comprendió. De regreso contó que habían hecho dedo y que un camión los llevó hasta la cordillera. El conductor los dejó en un lugar preciso y les indicó que siguieran el camino de los contrabandistas, señalizado cada tantos metros de determinada manera. Cruzaron con los oídos y la nariz sangrando debido a la altura. Cuando llegaron al Cristo Redentor, vieron a lo lejos una patrulla de Gendarmería. Se dirigía hacia ellos. Él le dijo “tiráte al pié del Cristo a llorar”. Cuando llegaron los gendarmes les explicó que era una promesa. Ella lloraba de verdad, del miedo…
Habíamos concurrido a una concentración masiva de la Unidad Popular en Santiago. Antes de las elecciones que llevó al gobierno a Salvador Allende. En esos días, la moda en Argentina era usar jeans con camisa verde oliva. Era media tarde y no nos queríamos perder detalle. A medida que avanzábamos desde la periferia al centro, la gente se iba apartando y nos miraba. No sabíamos que la camisa verde oliva era emblemática de los miristas[1]…
Volvíamos en tren desde Bariloche, última parada después de recorrer en sentido inverso la primera parte del camino emprendido por el Ché que se muestra en “Memorias de motocicleta”. Recuerdo que antes de entrar a Argentina fuimos huéspedes, invitados, por supuesto (dada nuestra condición de mochileros) en el hotel de Termas de Puyehue. También que la orilla del Nahuel Huapi opuesta en diagonal de Bariloche, hacia la conjunción con el Rio Negro, estaba iluminada por un frente de fuego de 15 kilómetros. Y la estepa patagónica infinita desde la ventanilla. Al llegar a Constitución y abordar el subte mi amigo dijo “cómo se nota que llegamos a Buenos Aires, mirá, toda la gente con cara de culo”…
Regresé a Chile en muchas oportunidades. Conocí el país durante varios gobiernos, desde Frei padre, a Lagos, pasando por el de Salvador Allende. En época de éste era maoísta en Argentina y por un amigo y camarada argentino que estudiaba sociología en el Politécnico de Santiago tuve la ocasión de visitar una “Industria” ocupada por los obreros en el marco de las acciones de “Propiedad Participada”. Estaba inactiva. No les llegaban insumos. Bajé al sur haciendo dedo. El camionero que nos levantó estaba a las puteadas contra el gobierno popular. La corporación de propietarios de camiones, decisiva para la economía chilena, fue uno de los pilares del golpe que sumió a Chile en su noche más larga…
A veces acuden. Del para mí primer Chile, la Avenida Perú de Viña al atardecer, con el sol escondiéndose en el Pacífico y los pelícanos, cormoranes y multitud de otras aves marinas lanzándose de a cientos en picada al mar para buscar comida. Topsi-Topsi en su apogeo. El cerro San Cristóbal de Santiago. La estación Central y la casa en la calle Ahumada. Las Condes, Providencia, y el Cajón del Maipo. Puerto Montt, vino blanco y jaivas en el muelle…
El carnaval de Río. Cuando un millón de personas cantaba la canción de la “escola do samba” que estaba desfilando. Había dejado la mochila en un albergue estudiantil en el barrio viejo. No tenían cama. Viajaban con sus respectivas libretas universitarias. Una tardecita, conocieron en la puerta al “Capitao”, argentino que les mostró una libreta de embarque y les dijo que capitaneaba un buque que hacía la travesía Buenos Aires-Río para esas fechas. Lo invitó a comer en el barco. La noche anterior había salido con el amigo que viajaba con Él y unas minas que había traído el otro. Fueron a una “boite” y el “capitao” pagó todo. En esa época esos boliches eran muy caros. Pararon un taxi rumbo al puerto. Como había muchos embudos y complicaciones decidieron bajarse y tomar unas cervezas. Él pagó unas cuantas rondas y le dijo “no va más”, señalando su bolsillo. El “capitao” contestó que no se preocupara. Caminaron hasta la avenida Getulio Vargas, donde se hacía el desfile. Como no tenían entradas se quedaron en el costado hablando con gente de un “bloco”[2]. Lo presentó como marinero de su tripulación. Un morocho casi lo surte cuando el “capitao” dijo que el carnaval expresaba la felicidad del pueblo. Se pusieron a charlar con dos de las morenitas del bloco. El “capitao” les dijo que tenía pelucas en el buque y las invitó a bailar a Botafogo primero y a ir al barco después.
Fueron caminando hasta Botafogo. Eran cerca de las tres y media. El “Capitao” comentó que como era muy tarde no valía la pena entrar. Fueron a caminar por el parque que está a orillas del mar, pasando la avenida Atlántica. El parque estaba sembrado de parejas amparadas por la oscuridad. Se tiraron separados por unos metros. Cuando estaba serruchando, el supuesto marinero miró hacia arriba y reconoció la sombra de dos cascos. El “Capitao” se acercó, habló con los soldados y se fueron todos caminando hacia el sur. Una cuadra o dos después, cuando estaban llegando al límite de la jurisdicción militar, los milicos se pusieron a gritar como locos. Al parecer, el “Capitao” les había prometido las minas y se tiraba el lance de salir de la zona. Cuando se pudrió todo, mostró su libreta de oficial y preguntó a donde los llevaban. Dijo que iría luego al destacamento. La que lo acompañaba, que era prima de la otra, no quiso separarse y marcharon juntos. Después de un buen rato los pasó a buscar una camioneta policial. Los canas viajaban delante y ellos tres atrás, con el entretejido metálico de por medio. El sardo le dijo al argento “a mí no se me ocurriría hacer lo que vos hacías en tu país”. Éste le contestó con su mejor voz ingenua que no estaba haciendo nada, que no negaba que pensaba hacerlo pero que todavía no habían llegado a ese punto. Sabía que la declaración de la mina concordaría porque tendría miedo a ir por prostitución. Decía llorando “mi marido me mata”. La camioneta paró en un basural. Estuvieron en silencio un rato. El quien-me-mandó-qué-mala-leche-la-puta-que-lo-parió dejó de pensar, entregado. El “sardo”[3] le decía “ves, ahora vas preso y el cónsul no te saca hasta el lunes, te perdés lo mejor del carnaval”. No había respuesta posible. Finalmente, el sargento ordenó partir. Como no podía decir que dormía en la playa, respondió a la pregunta de rigor dando el domicilio del albergue donde guardaban las mochilas. Al pasar frente al mismo, señaló al lugar como su hospedaje. Estacionaron cerca de un bar cercano. Había amanecido. El “zumbo”[4] pidió una picada y cervezas en el mostrador. “Deja unos pesos para los cigarros”. El otro le puso varios billetes en la mano. “Es poco”. Siguió poniendo hasta que lo vio sonreír. “Dejale algo a las muchachas que están llorando porque la tuya perdió los anteojos”.
Al otro día a la tardecita reapareció el “Capitao” por el albergue. No dio ni Él le pidió explicaciones. Es el código. Le preguntó cuanta plata tenía. Él le dijo que unos cincuenta dólares. “El barco parte hoy y me quedaron unos cuantos jeans americanos sin vender. Acá te los sacan de las manos”. Tenía más plata, pero por las dudas. Salieron hacia el puerto junto a un brasilero que paraba allí. Les dijo que lo esperaran en un boliche de las cercanías del puerto. Había pasado una hora y el brasilero lo miraba cada vez más feo. Por suerte se convenció de que no era cómplice. Pero aun así, calculó que el “Capitao” no había recuperado todo lo que gastó con ellos…
Uno de los espectáculos más terribles que le tocó presenciar. Estaban con el amigo en el Paseo, en la parte vieja de Río. Les llamó la atención un griterío. Una multitud perseguía a un puto viejo, con el maquillaje todo corrido. La turba aullaba “bisha ladrao”. Cuando este se metió entre los autos detenidos ante un semáforo y trató de abrir alguna puerta, los automovilistas bajaban los pestillos. La masa se fue desparramando entre los autos. Lo llevaron a empujones a la vereda. Cuando cayó, lo empezaron a patear. Sus alaridos de terror parecían provenir de un animal. La policía de civil le salvó la vida…
Estaban volviendo del mar. Dispuestos a cruzar la avenida Nossa Senhora de Copacabana, vieron como un “fusca”[5] atropellaba y despedía por los aires a un niño negro de poca edad. Ni paró. Corrieron hacia el pibe, lo tocaron, y comprobaron que afortunadamente no tenía nada. A esa edad todavía son de goma…
Viajaban a dedo. De regreso a Argentina, pasaron, en un camión que los había levantado, por Caxias do Sul. Era tarde avanzada pero el camionero no paró. Les dijo que en los hospedajes, las putas no dejaban dormir, pues golpeaban la puerta toda la noche…
Pasamos la luna de miel recorriendo parte de Bolivia y Perú. En La Paz tomamos un colectivo. Nos hicimos amigos de una señora boliviana muy amable. Paseando por Copacabana, a orillas del Titicaca, una pareja de aimaras nos dijo algo en su idioma. La señora ofició de traductora. “les están regalando a su hijito, es un acto de amor, porque saben que así sobrevivirá”. Y agregó: “no saben lo fieles que son estos criaditos”…
La Copacabana boliviana y el cruce nocturno del Titicaca en un buque donde se cenaba con vajilla de plata. El Lago, donde para los hombres del incario, se había sumergido el Dios Sol como castigo porque se habían enfrascado en las guerras civiles hacía que uno se sintiera en alta mar. El alba de tonos azules, rojos y dorados. Finalmente Puno, última parada antes de llegar a destino en ese mundo andino que para nosotros se presentaba tan extraño como África…
Puno. Hotel bastante caro. Mi mujer, irresponsablemente, comió chocolate de una mesa de la calle. Vómitos y diarrea. Médico. Como era fin de semana, no había donde cambiar dólares y estaba prohibido transar con divisas. “No se preocupe, me lo alcanza al consultorio”. El lunes fui. Esperé en la sala, atiborrada de “siñoras”, como se llaman entre sí las collas. En las paredes había muchos banderines triangulares de colores vivos y caricaturas cómicas, supongo que comprados en Argentina. Uno de ellos mostraba a un médico auscultando la espalda de una paciente sentada en la camilla. Lo interesante era que desde el pecho del tordo salían corazoncitos hacia un ángulo y que iban aumentando de tamaño.
Como mi esposa debía guardar reposo, me dijo que no tenía sentido que me quedara y que podía aprovechar para hacer alguna excursión. Fui al puerto y tomé la de la Isla de los Uros, un pueblo flotante en el medio del Titicaca. Se asentaba sobre juncos. Salvo el templo adventista, de chapa y montado sobre bidones metálicos de los que se usan para el aceite industrial, todo era de juncos: canoas, viviendas de metro y algo de altura, consistentes en un techo a dos aguas que llegaba hasta el piso, el piso sobre el que caminábamos. El grupo de turistas era variado, mayoritariamente compuesto por latinoamericanos como yo, mestizos en alguna medida. Uno de ellos, con tonada andina, le dijo a una mujer Uro que se sentara al frente de su casa para sacarle una foto. Los indígenas creen que las fotos les roban el alma, de modo que la mujer se negó. El fotógrafo frustrado la despidió despectivamente agitando las dos manos hacia abajo y adelante, como se hace con los perros…
Amanecer al aire libre en Machu Pichu. El sol apenas insinuado primero y cambiando cada segundo el escenario a medida que asomaba, recortado detrás de cumbres muy próximas entre sí separadas por profundos abismos. La cima del Huaina Pichu…
Un amigo de un amigo, bastante hippie él, viajaba por el Cuzco. Quedó prendado por Machu Pichu, que por esos días se consideraba uno de los más importantes centros de energía del mundo y en consecuencia, atraía multitudes de iniciados y simpatizantes. Tan entusiasmado estaba que decidió quedarse a vivir ahí. En la estación de tren situada al pié de la montaña donde se erigen las ruinas, le preguntó a una “colla” como podía hacer para quedarse. Ella le contestó que eso era imposible porque él “no era humano”…
Nos dirigíamos al Congreso Mundial de Sociología de 1990, que tendría lugar en la Universidad Conplutense de Madrid. Me impresionó el terracota de la planicie castellana desde el avión, apreciado más tarde desde un ángulo ya terrenal: el costado de las murallas del castillo de los reyes católicos en Toledo. Era verano, y nos sentamos a disfrutar de las tunas[6]a la nochecita en un bar, al aire libre en la Plaza de armas. El recuerdo más interesante del Congreso, aparte del hecho de que no había aire acondicionado y el termómetro marcaba los 43 grados, consistió en que, cuando unos rusos mencionaron que en su país desaparecían los sindicatos, me cagué de risa silenciosamente. Durante los fines de semana, cuando no había sesiones, nos pegábamos una corridita a lugares que permitían regresar en el día. Segovia y antes, almuerzo en La Granja. Yo pedí cochinillo y mi mujer cordero. Me trajeron un cochinillo entero y a ella una porción de tamaño equivalente. Recorrimos los lugares obligados de los turistas: el Acueducto romano, la Catedral (La Dama de las catedrales españolas), etc. Asistí a una corrida de toros en Las Ventas (en rigor de verdad una novillada) pero en la que a uno de los toreros casi lo “coge” el toro, hecho que, en el crucial enfrentamiento, reforzó mi simpatía por el hombre. Puerta del Sol y la Plaza Mayor de noche en Julio, toda iluminada…
El imponente Sacré Coeur, construido en acción de gracias después de la Comuna de París, con sus inmensas escaleras salpicadas de jóvenes haciendo música y cantando. El Panteón, desde cuyo balcón circular en lo alto se siente que se pueden tocar los techos de pizarra negra de París. El museo Georges Pompidou. Les Invalides, la tumba de Napoleón. El museo Rodin, la torre Eiffel y caminar por la orilla del Sena en la noche de verano. La Sorbona y los puestos de libros en la rive gauche del Sena cerca de Notre Dame…
Florencia. En el Ponte Vecchio mi esposa compró un hermoso anillo de oro, el orgullo de su modesto alhajero. Hasta que se lo olvidó completo en el baño del hotel de Nueva York. Las Capellas Mediceas y la tumba de Machiavelo donde me saltaron las lágrimas. Venecia toda y el hotelito “I due Fanale”, a orillas del Canal Grande. Su Lido. El EUR de Roma y un almuerzo en ladera del Monte Circeo en la Terracina, donde según la leyenda, la maga Circe trató de encantar a Ulises…
Alojados en el hotel de 1000 habitaciones que delataba el pasado imperial Británico. Piccadilly Circus con su cupido y sus punks. Barnaby Street, el pub “La cabeza de Shakespeare”… Cena en un resto donde repartían a cada mesa impresos con canciones del folclore inglés para corear “a capella”. La visita fallida al “Londres de Marx y Dickens” por enfermedad del guía turístico… La Torre de Londres…
Habían asistido a un evento internacional que se llamaba “Oportunidades para Latinoamérica y Canadá” en Calgary, Alberta. Entre los invitados había expresidentes, diplomáticos e importantes políticos de ambas partes. Lo primero que le impresionó fue la fuerza militante de los oradores neoliberales (claro, todavía estaba vigente la Revolución de Reagan y Tatcher). Su discurso era frontal y comprometido, contrastante con una práctica tradicional mucho más oblicua. En una de las sesiones intervino un representante de un organismo internacional de Derechos Humanos y denunció la matanza de niños de la calle en Río. El Cónsul General de Brasil esperó que finalizara y pidió la palabra. Indignado, alertó sobre el hecho que, si no se mataba a esos niños, cuando crecieran, cada uno de ellos asesinaría a muchas personas. Lógica de Hiroshima. Yo había estado conversando con él en una recepción el día anterior. Era muy simpático, diría encantador, parecido a Omar Shariff y esa tarde fue el centro del comentario entre nuestras mujeres…
Carpa zapatista en El Zócalo. Proclamas y un campesino indígena (que otra cosa podía ser) que decía que la revolución debía ser por vía de las armas. El Museo Nacional de Antropología y la plaza Garibaldi, donde se reúnen los Mariachi y los nostálgicos que penan de amor…
Cena en el Capducal de Viña del Mar, con las olas iluminadas rompiendo allá abajo. Las casas de Neruda en Isla Negra, Valparaíso y Santiago, a la que visité con un amigo, ahijado de Pablo y ofició de guía un amigo de mi amigo, que pertenecía a la Fundación y nos contó intimidades del gran Poeta. Tongoy a fines de los sesenta y durante los noventa. El cruce de los Andes escuchando Paganini a todo volumen. Rapa Nui nuevamente. Valle Nevado, con parapentes de todos colores tripulados por esquiadores, meciéndose en lo alto, como suaves pájaros, con el fondo mágico de la nieve…
Los lagos menores de Ontario y la cabaña de mi amigo, en lo alto de la isla, rodeada de abetos. La cabaña estaba armada con troncos de árbol color canela claro de setenta centímetros de diámetro y muchos metros de largo. Constaba de dos pisos, y entre otras joyas, tenía una cocina a leña (tipo económica) pero de hierro fundido, cubierta de porcelana y con herrajes de bronce. Nadé en el lago, y cuando pescaba desde el muelle, se me escapó un pez, grande para el lugar, por no haber previsto que se debía llevar red…
[1]. Militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, grupo armado dirigido por los hermanos Henriquez.
[2]. Agrupamiento de músicos y bailarines compuesto, casi siempre por unas pocas personas.
[3]. Sargento
[4]. Ibid.
[5]. Apelativo con que se conoce en Brasil al VW “escarabajo”.
[6]. Agrupación musical y hermandad de estudiantes universitarios que portan atuendo medieval e interpretan temas musicales del folclore español antiguo.
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