PARTE V
Del barrio
(pensó, sintió, dijo o le dijeron)
¿Dónde está mi barrio, mi cuna querida? ¿Dónde la guarida, refugio de ayer?…
(Puente Alsina Tango. Letra y música de Benjamín Tagle Lara. Grabado por Rosita Quiroga en 1926)
Éramos, podría decirse, orilleros…
En el barrio, todos saben todo de todos…
Yo era terrible patadura y tendría ocho años, pero como en el barrio son todos muy democráticos, participaba igual en las prácticas de fútbol en el campito. Se armaba un arco con dos ropas en el piso y nos formaban en fila a los más chicos. No había forma de que me hicieran entender que no tenía que patear de puntín. El improvisado entrenador era un gordo de patas cortas. Se puso cerca de mí para corregir mi patada. Le erré a la pelota y lo pateé justito en los huevos. Estuvo haciendo flexiones largos minutos…
Pobres gallinas. Tendría unos once años. En el baldío de enfrente a su casa se paseaban las gallinas de los vecinos. Las corría, y cuando después de mucho esfuerzo, atrapaba alguna, se la abrochaba…
Cuando llovía mucho, el campito se convertía en un lodazal. Entonces aprovechábamos para jugar a la guerra del barro. Armábamos bolas de barro y las usábamos como proyectiles. En plena batalla, una de esas bolas me pegó de lleno en un ojo. Completito. Perdí la visión y me cagué todo. Pasaron unos cinco minutos y recuperé la vista…
Para tiempos de mi pubertad, el ser humano no había inventado la polución, creo. Nos juntábamos en pequeño grupo y trasponíamos la frontera urbana. Nos internábamos por el campo rumbo al bañado. Podía ser para pescar ranas entre los juncos o anguilas en el río Reconquista. A veces, cuando se retiraba la crecida, quedaban tarariras atrapadas en los charcos y las agarrábamos con la mano. Debajo de los puentes del ferrocarril Belgrano vivían los linyeras. Uno de ellos, al que llamaban Capicúa era petiso, flaquito y sucio, en fin, un alfeñique. Andaría por debajo de los 20. Se notaba claramente que era chapita. También era puto y se lo empomaba cualquiera…
Le decían Fachenso el maldito. Pendenciero y bravo. Sin un gramo de grasa y todo nervios. Duro. Vivía marcado. Te tiraba en joda “te ato a una silla con alambre y te corto los ojos con una yilé” o, “¿le hiciste el caño de la verdura?”. Decía Alandá por Allan Ladd…
Las películas se clasificaban en de coboys, de guerra, de aventura, de espadeo y de amor (que a los varones no nos gustaban)…
Estaban “el ancho”, porque era más ancho que alto, carniza, que contaba cómo se cogía a las clientas tempranito sobre el mostrador de mármol; “patas chambas”, que era de la aduana y a los cinco meses de entrar ya andaba con una cupé Fiat 1500 cero kilómetro; “Quico”, hábil para el codillo y el ajedrez; “la vaca”, arruinado para siempre por los cuernos que le puso la mujer; “el negro tal”, dealer con el tiempo; “el negro cual”, peluquero y cafisio; “el tuerto”, “capitalista”, que tenía un ojo de vidrio; “el laucha”, que se había animado a abrir su propio quiosco de quiniela y contaba el frío que le corrió por el cuerpo cuando lo mandó llamar el “banquero” de la zona y que al final le cayó simpático y lo dejó laburar; “el sordo”; “la nutria”, cuyo recuerdo más memorable radicaba en que organizó el equipo de rugby que derrotó a la intermedia de Club Atlético San Isidro; “el manso”, que vengo a ser yo; “el mono”, que cuando empezó a salir con putos me confió que franelear con ellos en el coche te calienta como si fuera con una mina, el “Conejo Mayor”, de apellido cinco o seis generaciones de argentinos y velero en puerto, y cuya prima, excepcionalmente bonita y modelo famosa, fue “chupada”, usada por un tiempo y ejecutada por Monto; “el chueco”, puntero radical de la villa La Cava devenido con los años a fercho y pesuti en el Congreso de la Nación; el “gallego”, que trabajaba de joven con su padre, zapatero remendón frente a la “Catedral del Rugby” y que, pese a ser un excelente jugador de ese deporte, no fue aceptado en el CASI por su extracción social, y así… Muchos eran jugadores compulsivos: del trabajo a la timba y de la timba a casa, tarde…
Otro, que no era de la barra, me aclaró que era ladrón profesional, que estudiaba concienzudamente el lugar que visitaría y que prefería trabajar solo…
Los de “familia bien” también eran delincuentes juveniles. En esa época todos querían ser el James Dean de “Rebelde sin causa”. Como no salían por necesidad, se especializaban en hurtar lo que podían de autos abiertos que encontraban de noche en el Barrio Parque, cercano al CASI. La bandita era de chicos y chicas. Una vez, frente a un chalet, sacaron unos portafolios de un auto. Cuando lo revisaron, vieron que además de papeles, tenía un revólver. Al día siguiente, también de noche, pasaron con el coche de alguno de los padres y arrojaron el maletín con los papeles al jardín del chalet…
Era de la otra cuadra, es decir de los otros. Nos estábamos peleando, rodeados por los de mi cuadra. Me enfurecí cuando me tiró una trompada a los huevos. Lo cagué a trompadas hasta que le sangró la nariz. Los míos me acompañaron contentos. Murió atropellado por una Costera Criolla cuando andaba de repartidor en bicicleta…
Paraban en una galería de una calle secundaria. Una tarde de fin de semana, de puro aburridos, discutían que se podía hacer. A uno se le ocurrió probar las llaves que portaban en los locales cerrados. Una abrió la marroquinería. Se fueron con el botín a la habitación de uno de ellos. Desparramaron lo robado en la cama. Al mismo que había propuesto la acción se le pasó por la cabeza que cuando descubrieran el faltante les iban a caer encima. Lo comunicó al resto. Volvieron a la galería, abrieron el local, y dejaron todo por ahí, desordenado…
Uno de ellos tuvo que hacer un trámite en la central de la Caja de Ahorros, frente al Congreso de la Nación. Se entraba a un amplio hall a cuyos costados había dos hileras de ascensores. Esperó uno y lo tomó. El ascensorista era “el negro”, que le confió con tono de complicidad “como faltó el ascensorista, vivieron a mi oficina y me pidieron que lo reemplazara por hoy”…
Jamás doy limosna. Yo era muy joven y decían que tenía cara de santo. El negro me dijo “mirá, vamos a un lugar que yo conozco, aquí cerca. Alquilamos un ciego o un tullido. Viajamos a Montevideo a mangar en los colectivos y nos llenamos de oro”…
Salieron del”escolaso” a pelear. Uno de ellos rodó por el suelo. Vimos que el otro le iba a patear la cabeza… pero parece que se acordó que hacía poco que había salido de la cárcel…
Ella me pidió fuera a su casa y les hiciera el verso a sus padres de que éramos novios. En esas situaciones funcionaba la autosugestión al pelo. Ella, como para agradecer o por respeto de iguales, me invitó al picnic del día de primavera. Llovió y no se pudo consumar. Un par de años después me dijeron que sus viejos habían amenazado con hacerme buscar por la cana. Puse la cara y les aclaré que habíamos roto hacía mucho tiempo. Resultó ser adicta al sexo. Se volteaba a cinco amigos en una tarde como si nada. Se hizo profesional…
Estábamos en una partida de pase inglés y golpearon a la puerta. Nos avisaron que andaban los “mejicanos”[1]. Levantamos todo inmediatamente…
Se cuenta que estaban en una partida en la mesa de billar de un pequeño club Entraron los mejicanos. Uno, corpulento, se quiso resistir y le metieron un tiro en la panza. Se salvó, pero la costura, que exhibe como medalla, es larga y profunda. Tiraron la plata y todo lo que tenía algún valor sobre la mesa de billar. Uno de los mejicanos juntó todo y se largaron rápido. A uno de los jugadores le habían sacado un anillo de oro que había pertenecido a su madre. Callado, se fue a recorrer los piringundines de Carupá. Finalmente los encontró y se les acercó con calma. Les dijo lo del anillo. Se lo devolvieron. Estaba clareando…
El negro era cafisio. Una noche, ablandado por las copas, evocó, con lágrimas en los ojos, la profunda tristeza que le provocaba llevar su mina a lo de un cliente bacán lisiado…
Más de una vez lo vio peleándose en la timba. Una noche se paró loco, se acercó y le partió la nariz a otro de un cabezazo, a lo tucumano. Decía que la misión de todo puto es como la de toda puta: convencer a otro. Me contó deslumbrado, que el día anterior estaba muy en pedo y que un quía lo llevó a baño y le hizo probar “merca”. Se le fue instantáneamente la borrachera. Parece que la misión del drogón es la misma…
En el mundo de la noche se pagan las copas. Nunca comida…
La partida se jugaba en una casa particular. El no llevaba plata. Estaba de mirón. Los amigos insistieron para que tirara los dados. Apostaban a su mano. Metió 12 pases seguidos pero no ganó un mango…
Tenía 15 años y vale introducir antecedentes. Su padre había estudiado medicina algunos años y era un entusiasmado militante del primer Perón. En la militancia se cruzó con una estudiante de enfermería, igualmente comprometida con esa causa. La embarazó. Por otro lado, estaba por casarse con una niña de familia conocida de San Isidro, igualmente preñada. Un día que fue a visitar a la entonces futura enfermera, el padre de ella le dijo, chumbo en mano: “de esta casa salís casado o muerto”. Salió casado. Tenía 15 años y, en una pelea con su noviecita, la discusión subió de tono y Él le tiró algo feo sobre el padre. Le dijo que era un gallego bruto. Ella le contestó peor. “Que hablás de mi padre si el tuyo tiene un hijo con otra en San Isidro”. Averiguó y se encontraron. Nunca pudo terminar el secundario…
Extremadamente delgado y largo, tremendamente pijudo. Le decíamos “Fosforito”. Listo, según creía. Como su rendimiento en el Nacional Buenos Aires, (de currícula incompatible con los nacionales corrientes) era complicado y no aprobaría el curso, abandonó sin contarlo a la familia. Cuando no pudo ocultarlo más el padre lo mandó a trabajar. Entró en una agencia de Bolsa. Se mareó con la danza de la fortuna. Afanaba acciones. Consumía a todo trapo las boludeces propias de la edad (desde discos a cagar hasta autitos a escala, de colección). La cosa saltó. El padre, para reponer lo robado, tuvo que hipotecar el hermoso chalet en que vivían. El flaco lamentaba su mala leche. Porque a la semana del quilombo, el dueño de la agencia había sido asesinado…
El flaco había cumplido con el servicio militar en el ejército y fue destinado a Magdalena. Para su angustia, hubo un quilombo entre militares de fracciones opuestas que llevó al enfrentamiento armado. Lo movilizaron junto con su compañía y les ordenaron atrincherarse para pelear. Pasaron unas horas en espera del enemigo. Pero contra las previsiones de sus superiores, éste no apareció por tierra. Atacó con aviones. Hacían vuelos rasantes ametrallando las posiciones. Eso sí que daba miedo. Contó que un compañero que estaba a su lado, salió de la trinchera bajo fuego y empezó a correr a campo traviesa. Corría tan desesperadamente que se rompió las dos rodillas…
Era una ruina, mezcla de vejez, andrajos y escasa salud. Pero en la mesa, con los naipes en la mano, se sentía alguien…
Sus tíos habían comprado un chalecito enfrente de la casa, donde vivía con sus padres. Como aún no se habían mudado, la vivienda estaba casi vacía y él tenía una llave. La usaba para cosas de hombres: una partida de naipes, alguna mina. Una noche llevaron a un yiro. Mientras esperaba su turno, los muchachos le dijeron a fulano que pelara. Asustaba. Decían que parada, la cabeza ocupaba completo un pocillo de café…
Bien parecido. Cálido y entrador. El hermano tenía un gimnasio, pero él no era físicoculturista como el hermano. Sólo para marcar un poco. Andaría en las cercanías de los veinte y se especializaba en jovencitas de los primeros años del secundario. Parábamos en un bolichito del interior de una galería. En alguna mesa se jugaba al ajedrez. Ese día yo estaba sentado del lado de la vidriera. Él en la barra con una chiquilina. Mirándola a los ojos, le acarició lentamente el brazo. Ella se derritió entera. En otra ocasión me contó que apretaba a otra pendeja con el cuento de que si no pagaba la cuota le sacaban el Fiat 600. La pobre les robó la plata a sus padres y se la llevó llorando…
Una vez casi me peleo con Él, que por entonces era un poco gordito. Años más tarde me enteré de que había formado parte de un Grupo de Tareas, y que había progresado porque era bueno en eso. Ahora vestía pilcha importada y vivía con sus muchachos en un hotel…
En el boliche estaban viendo la pelea en TV. “El negro”, enfervorizado, gritaba “¡Dale, hacelo boleta!… ¡Dale, hacelo boleta!… Tenía dos hermanas (obreras) desaparecidas…
Sólo o acompañado, no perdía ocasión para divertirse. Cruzábamos la calle desde la Catedral Metropolitana en dirección a Plaza de Mayo. Un grupo de japoneses, ubicados en montón en la veredita triangular del extremo norte de la plaza que divide dos corrientes de tránsito, posaban para que otro de ellos les sacara la foto. Se separa de mí, y cuando el oriental asignado apretó el obturador de la cámara, se metió en el cuadro. No perdía ocasión para joder. Al rato le gritó a una mina medio bagayo “¡Paquita de Mercedes Sosa!”[2]. A otra, que portaba cara de culo, le gritó “vos nunca vas a ser una rolling stone[3]”…
Había recorrido gran parte de América Latina con su propio circo. Era licenciado en filosofía. Fue Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de una universidad del interior. Hace mucho que no lo veo, pero cuando nos cruzamos en San Telmo y fuimos a tomar un café, me dijo que su mayor orgullo como Gurú resultaba haber convertido a un linyera en mendigo…
El club atlético había cambiado mucho en treinta y pico de años. Entré al buffet y me senté en una mesa pegada a una ventana desde la que se apreciaba un entrenamiento de básquet. Estaba esperando que aparecieran los amigos de antaño porque en el bar donde me habían contado que se reunían me dijeron que ahora paraban allí. El bar se había convertido en una especie de pub, con espectáculos musicales cambiantes en algunos días de la semana. Mientras cubría esas dos cuadras no pude evitar preguntarme qué tipo de cambios podían haberse producido en cada uno. El buffet constaba de un salón mediano con la correspondiente barra y a la izquierda un reservado más pequeño que no había detectado al principio debido a la ubicación de la mesa que ocupaba. Lo descubrí cuando pasé al baño. A mi regreso, en el saloncito se estaba desarmando una mesa. Los jugadores eran cuatro hombres y una mujer. Uno de ellos, parado e inclinado sobre la mesa, acomodaba los naipes para llevarlos a la Caja. A primera vista no reconocí a ninguno y seguí hacia la mesa, donde me esperaba un sándwich de salame. No llegué a sentarme porque se aceraron dos hombres. Uno de ellos me preguntó si era Fulano. Ante mi respuesta afirmativa le dijo al otro “¿Viste?, lo saqué enseguida”. El otro me dijo su apellido y cuando nos apretamos las manos, lo recordé. Al comentarles mi propósito de reunirme con la barra, comenzaron las aclaraciones. Conejo Mayor (que era el que yo más quería, cálido, risueño y siempre alegre) se había suicidado el año pasado; el Mono había muerto en el Sur, según mis interlocutores, porque andaba en la falopa, lo que puede interpretarse como que fue de una sobredosis, que lo bajó la competencia o el deterioro final; la Vaca, que a diferencia de los otros dos, me llevaba algunos años, había fallecido muchos años atrás. Después del baldazo, se pasó a los vivos. Quico estaba en Tucumán, Alfredo seguía en el Sur; el ancho seguía en el negocio de la carne, Patas Chambas se llegaba de vez en cuando; el “Para” paraba en el Social. El que hablaba, agregó, con gestos de asco, que había andado con los milicos y estaba tratando de vender clandestinamente ganado que le pasaban ellos. “Por supuesto que es mentira”, si está en la miseria. Aquí, yo dije que una vez me lo encontré en el Ministerio y me dio la impresión de que andaba bien de guita. “Sí, cuando andaba por Santa Teresita tenía mucha plata, claro que, como él mismo contaba, provenía de los robos que realizaba con los milicos”. La inquietud que me había conducido allí se satisfizo parcialmente, porque yo no recordé todos los nombres y, si así lo hubiera hecho, no estoy seguro de que ellos los conocieran…
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